¿Quién fue Benjamin Constant?, el primer liberal de la historia

Los rescoldos de la Revolución Francesa aún humeaban y la sangre del Terror apenas empezaba a ser enjuagada.

El mundo conocido acababa de saltar en mil pedazos cuando un joven suizo descendiente de hugonotes franceses creyó observar no ya solo el nacimiento de un nuevo tipo de sociedad, sino también de una clase inédita de individuo.

Aquel nuevo tipo de persona exhibía tanta desinhibición como exigencias. Sin raíces, flexible, cosmopolita, refractario a toda catalogación, de curiosidad voraz a la que nada de lo humano le era ajeno, desconfiaba por norma de los gobiernos que pretendieran interferir en su sacrosanta vida privada. Se trataba de un nuevo sujeto destinado a cambiar la historia, aquel veinteañero estaba seguro de ello. Y se parecía terriblemente a él mismo.

Si a Benjamin Constant un viajero del futuro le hubiera anunciado antes de morir en 1830 que dos siglos después sería honrado como uno de los padres del liberalismo moderno, junto quizás a Tocqueville y a Stuart Mill, habría barruntado algún tipo de broma pesada. Es cierto que su vida transcurrió en el quicio entre dos siglos más importante de la historia y que él jugó un papel de cierta importancia en todo ello, pero sus ideas políticas nunca supusieron más que la aplicación al baile de máscaras de la sociedad de su tiempo de las intermitencias y disipaciones de su propio carácter.

Libertino contumaz, coleccionista de amantes y deudas de juego, de contradicciones, arrepentimientos y paradojas, Constant el Inconstante, como el mismo se divertía al presentarse, escribió también algunos libros y dio algunos discursos que hoy sirven de pilares a la idea liberal. Y, sin embargo, tras su muerte, su obra cayó en el olvido.

Fue el ‘zorro’ inglés Isaiah Berlin quien rescató a Benjamin Constant de las sombras en 1958 con su aportación más célebre al estudio de las ideas, el artículo Dos conceptos de libertad, que recogía desde el título el guante lanzado por el suizo-francés en aquella conferencia no menos renombrada que impartió en el Ateneo Real de París en 1819: De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Desde entonces, su ascendiente no ha dejado de crecer hasta la actualidad.

En España destaca al respecto la labor del sello Página Indómita que ha publicado en los últimos años algunas de sus obras más importantes. La última, recientemente, ha sido una nueva traducción de Carlos Fernández Muñoz con prólogo Edmund Fawcett del clásico Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos.

Staël y el Inconstante
Del banquero Jacques Necker, inútil ministro de Finanzas de Luis XVI en el instante decisivo de 1789, dijo el malévolo Chateaubriand que su único legado a la posteridad fue su fascinante hija, Marie-Louise Germaine, gran lectora, mecenas de las letras y amparo de poetas y filósofos. Constant describiría así su primer encuentro cinco años después en Suiza con la que hoy conocemos como Madame de Staël: «Su inteligencia, la mayor que jamás haya tenido mujer alguna, y quizá tampoco ningún hombre, tenía más fuerza que gracia en todo lo que era serio, y un toque de solemnidad y afectación en cuanto a sensibilidad se refería. (…) Su ingenio me deslumbró, su alegría me encandiló, sus alabanzas me embriagaron. Al cabo de una hora, tenía sobre mí el ascendiente probablemente más ilimitado que una mujer haya podido jamás ejercer. Me fui a vivir primero cerca de ella y luego a su casa. Pasé todo el invierno declarándole mi amor».

Constant y Staël serían amantes durante dos décadas en las que no por ello dejaron de coleccionar otras parejas y matrimonios. Juntos llegaron a París en 1795, como dos convencidos republicanos que escenificaban al tiempo un calculado mohín de desagrado por los excesos del Terror del que apenas quedaban un puñado de supervivientes de la guillotina. Como el exabate Emmanuel Sieyés, que frecuentaba el recién inaugurado salón de la hija de Necker y que tanto influyó en Constant. Cuentan que cuando a Sieyés le preguntaron qué había hecho desde 1791, contestó: «¡He sobrevivido!».

Relata Edmund Fawcett en su prólogo a los Principios de política que «Constant tendió habitualmente a ponerse del lado del orden conservador, solo para arrepentirse poco después. Apoyó sin vehemencia el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte del 18 de brumario de 1799 y se unió al Tribunado, parodia legislativa en lo que de facto era un régimen autocrático.

Pero no pudo evitar seguir comportándose como un molesto tábano y, en cuanto el primer cónsul se hizo con todo el poder en 1801, se lo quitó de encima y lo mandó al exilio. Mientras Europa se hundía en el gigantesco cataclismo de las guerras napoleónicas, Constant se aplicó durante largos años a escribir un compendio de historia universal de la religión por el que quería ser recordado y que hoy nadie recuerda.

Fiel a su inconstancia, el 1815 templó su odio el corso y redactó una constitución para la loca aventura del Imperio de los Cien Días, desde que Napoleón regresó al poder de su exilio en Elba hasta que fue derrotado definitivamente en Waterloo.

No le costó tampoco a Constant abrirse un hueco en la Restauración borbónica posterior ni tampoco en la revolución liberal de 1830, cuando, por fin, poco antes de morir, logró que fueran condonadas sus gigantescas deudas de juego.

El liberalismo
Constant defendió toda su vida, entre vaivenes y paradojas, unos objetivos que en su época parecían una quimera pero que hoy asumimos como ingredientes esenciales de la democracia liberal: profesiones abiertas a los talentos, disposición amable al comercio, un gobierno responsable, juicios con jurados, libertad de prensa, tolerancia religiosa, separación de Iglesia y Estado y libre elección de escuela laica o confesional.

Para acabar de completar el arquetipo que hoy los nuevos enemigos de la libertad, los hiperactivos populistas de la diestra y la siniestra, caricaturizan como «liberalio», Constant fue también un fervoroso creyente en el progreso.

En su célebre discurso de 1819 e inspirado en la Revolución de Estados Unidos de 1776, Constant trazaba un parteaguas entre la libertad de los antiguos grecorromanos, inseparable de la vida pública y la libertad de los modernos, de cariz muy diferente: «Para todos ellos, la libertad es el derecho de expresar su opinión, de elegir su profesión y ejercerla, de disponer de su propiedad y hasta de malbaratarla; de ir y venir sin pedir permiso y sin tener que dar cuenta de motivos o afanes.

Es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para distraerse, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieran o sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y sus fantasías».

Era una aspiración no tan idealista, en realidad eminentemente práctica. Tal y como estaba transformándose la sociedad, las viejas maneras de interferir en las creencias e intereses de las personas ya no resultaban eficaces, sino más bien engorrosas y estériles.

Con información de ethic.